martes, 25 de octubre de 2016

Capítulo IV: Los olvidados.

Capítulo IV: Los olvidados.

¿Mi nombre? Mi nombre es David Escudero, para servirle a usted y al prójimo. No soy muy bueno para esto de la narración pero, el ingeniero insiste en que debo relatar cada detalle para futuras referencias. Como si hubiese un futuro ya…

¿Qué como llegue hasta “aquí”? Ni yo mismo lo sé. Nací y crecí en la ciudad de Monterrey, Nuevo León; nunca salí de mi bella ciudad, no era algo que yo deseara. Pero aquí estoy, expulsado de mi ciudad querida, no sé por qué y no sé desde hace cuanto. Solo sé que estoy en este pedazo de desierto comiendo sobras de lo que pueda encontrar.

¿Qué es lo último que recuerdo? El parque, aquel parque en el que solía pasear a mi nieto, a mi bello Roberto. Como echo de menos su sonrisa, sus ojos, su inocencia, todo él radiaba felicidad. ¿Si sobrevivió? ¿Si lo volveré a ver? Son cosas a las cuales todavía me aferro ciegamente, pues para mí, tan solo fue ayer que aun lo sostenía de la mano.

El pequeño Roberto y yo, caminando paso a paso como solo un viejo y un niño pueden hacerlo juntos. Los árboles danzantes al ritmo del viento, las aves cantando, el pasto mojado y tan rápido como un cambio de presión en la atmósfera, un hombre me empuja del hombro mientras corría sin cesar.

Rápidamente noto que un segundo corredor viene hacia nosotros, distraído y desesperado voltea hacia atrás, no se da cuenta de que va a colapsar directo contra mi pequeño. Con un esfuerzo alcanzo al niño y lo protejo con mis brazos, levantándolo hacia mí pecho mientras le pido que se calme, le aseguro que nada le pasará.

Pero mientras el segundo corredor pasa casi rasgando el filo de mi ropa, es ahí que veo a un tercero, este no corre, está detenido a media vereda y sostiene un arma con una de sus manos. Giro por instinto para proteger al bebé, dándole la espalda al agresor.

Un sonido, como el rugir de un cañón, como una explosión y ¿después?... Después todo se vuelve blanco, no hay parque, no hay árboles, no está el pequeño Roberto esperando a tomar mi mano, no hay nada.

No recuerdo más, hasta que lo blanco se volvió negro y con ello, la respiración me intentaba ahogar. Era una especie de sarcófago, el más inusual que pude haber tenido, parecía hecho de barro. Empujé con todas mis fuerzas hasta romperlo, esperaba encontrar a mi pequeño una vez que mi rostro fuese alcanzado por la luz, pero lo que encontré no fue lo que yo esperaba.

Lo que encontré fue mi cuerpo enredado en una bata azul con los bordes desgarrados, el esqueleto de lo que fue alguna vez una camilla de hospital y una vista de una ciudad en ruinas. Tres paredes apenas sostenían la estructura del edificio en el que me encontraba y la cuarta se había mudado a otra locación.

Me levanté y me acerqué al filo de la pared faltante, cuarto piso, me encontraba en el cuarto piso de lo que asumía, era un hospital. Decidí Salir de ahí y en mi descenso no encontré a nadie, ninguna persona o ser vivo, pero para mí fortuna encontré un armario con vestimenta. Me probé algunos atuendos antes de encontrar el que me quedara a la medida o algo así.

Un suéter, un pantalón, un par de zapatos y una bufanda; lo único que no pude encontrar fue un par de calcetas pero, de eso a nada, diría que me fue bastante bien. Fue entonces que mis dedos notaron una gran cicatriz que rodeaba mi cráneo.

¿Qué habría sucedido? ¿Dónde estaba mi nieto? ¿Aun estaba mi pequeño con vida? Mi cabello había crecido y mi barba también. Por lo poco que alcanzaba a observar, pintaban ya de blanco. ¿Cuánto tiempo había yo pasado en esa camilla?

Perdonen si al recordar esto, este viejo derrama una lágrima o dos; pero como dije antes, para mi tan solo fue ayer que sostuve su mano.

Bajé como pude y a la entrada de la estructura apenas se sostenía en pie un anuncio que decía “Hospital General de Tijuana”. Fue cuando supe que me encontraba por mucho, lejos de mi cuidad, lejos de aquel parque, lejos de mi amado Roberto y su incesante sonrisa.

Las siguientes semanas las pasé como carroñero buscando y tomando alimento de dónde pude, de donde encontré. Cada estructura que algún día fue una tienda de abarrotes, un súper mercado o un restaurante de cualquier tipo, si tienes suerte encontrarás entre los restos de cocina una que otra lata escondida entre lo que alguna vez fue una alacena.

Tomo refugio en donde pueda, en donde aún quede un pedazo de techo. Mi cabeza aun no puede olvidar a mi pequeño y sonriente pedazo de sol que iluminaba cada uno de mis días. Me he prometido a mi mismo volver a la ciudad que me vio nacer para buscarlo, para encontrarlo y protegerlo una vez más.

Debo recuperar fuerzas pero con cada día que pasa, pierdo las esperanzas de encontrar a otro ser humano con vida y dentro de mí se desata el miedo de pensar que tal vez mi nieto ha tenido el mismo destino que el resto de esta ciudad.

Mis pasos y mi esfuerzo, pronto me llevaron hasta lo que solía ser una tienda de autoservicio. El secreto de estos lugares es que la oficina de lo que fue la persona encargada del lugar, es el lugar a donde quieres llegar si aun está en pie. Es ahí donde se esconde lo mejor de lo mejor de la mercancía que estas tiendas ofrecían.

Así que no perdí el tiempo y por suerte la encontré, como todas las oficinas en estos lugares, se encontraban hasta el fondo por lo que el daño casi siempre era mínimo. Era mi día de suerte, la puerta no tenia seguro y comencé mi pillaje de inmediato. Pero esta vez solo papeles y cenizas en cada cajón hasta que, en el ultimo cajón, mis dedos capturaron una pequeña caja de madera.

La tomé con sorpresa y al abrirla descubrí un puñado de los más finos puros que había yo visto en mi vida. Cuando, de pronto, un sonido interrumpió mi ritual de búsqueda. Unos pasos se hacían presentes cada vez más cerca y entre en pánico.

En mi incesante temor, no supe hacer otra cosa más que encerrarme en lo que alguna vez fue el baño privado de dicha oficina, dejando la caja de madera sobre el escritorio. Escuché entrar a alguien con respiración jadeante, una figura humanoide se pintaba apenas por el espacio entreabierto que la puerta del baño había dejado.

Con una mano arrastraba lo que parecía ser un hacha, comenzó a registrar el lugar, comenzó por los archiveros, los cajones a la espalda del escritorio y finalmente se detuvo al ver la pequeña caja de madera. Observó a su alrededor, como desconfiando de que se encontrara solo, yo hundí mi cabeza para que no me pudiera ver por la abertura. Segundos después abrió la caja y dejo caer el arma.

Tomó uno de los puros y lo pego a su nariz mientras daba un gran olfateo. Su rostro, plagado de ampollas que le deformaban la mitad de la cara hacía que el miedo me paralizara y evitaba que yo saliera de mi escondite.

Colocó el tabaco de vuelta en la caja y la tomó entre su brazo derecho y su costado, había reclamado su botín y glorioso se marchaba. Yo me quede pasmado por varios minutos después de que sus pisadas dejaran de sonar. El pánico no me dejaba reaccionar.

Al tomar mi voluntad nuevamente, me animé y salí del baño. Mire que este ser, había dejado en el suelo olvidada su hacha, la cual ahora podría servirme para protegerme de seres como él. No pude evitar sentir empatía por el arma pues al igual que a mí, parecían haberla votado.


Ella y yo pasábamos a ser, los olvidados.

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